Pero en verdad, madre, tus ojos me superan.
Yo no aprendí jamás a contentarte
alzando la copa aún por vaciar,
ni repitiendo el gesto cansado de mi padre,
aquel hombre que llenaba todas las estancias
con su noche fuera del sueño.
Madre, tu serena mirada a veces me inventa
como si yo conociera esas victorias pretéritas
que algún temor secreto, a solas, te negara.
No, no soy ese, yo estoy más lejos del regreso,
he tocado ya la superficie del miedo
y he visto pasar el corazón vacío del privilegio.
He atesorado la rabia por no saber del olvido,
y he estado solo entre el llanto y la locura.
Entre el llanto y la locura.
Si habré encontrado mentiras suficientes
como para medir el peso de la sombra,
que hoy todavía me miro en tus ojos, madre,
y un desconocido sonríe como si supiera
a qué clase de verdad nos enfrentamos.
No, madre, jamás dejé, no pude permitir
que me agarraras entre tus firmes dedos estivales,
para al fin mostrarme, madre,
la suma de todo aquello que el niño no pregunta.
Jamás quise explicarte, hasta que me viste perdido
e implorando algo más que un clavo ardiendo.
¿Y ahora? —yo también pregunto—.
¿Y ahora qué amor perfecto, resoluto,
deparará el diáfano refugio, el preciado sueño
en que poder guarecernos de nosotros mismos?
Sé que estuviste esperándome a este lado,
segura tú también de reconocer al niño enemistado
que olvidó su propio nombre en mitad de la noche.
Vive todavía.
Juega en soledad, en la primavera perpetua
de un jardín triste como el mundo.
Vive. Y en él te contemplo mientras canto
y la sencilla fuerza que me diste
asoma en cada cosa que has tocado.
-Diego Mille-
Carmen II
Hace 13 años